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Fiestas Nacionales
Después de una semana de duro trabajo como ingeniero-programador en una construcción industrial, volvía a estar en mi tranquilo pueblo en las afueras de Barcelona. Eran las fiestas de la Constitución el martes siguiente, lo que hizo que tuviese un fin de semana largo de cuatro días. Aquel martes se celebraba el aniversario de la Constitución Democrática Española que promovió el Rey Juan Carlos I, designado sucesor del General Franco. Yo estaba contento y tranquilo con el trabajo bien hecho de la semana, y me disponía a relajarme y a disfrutar todo lo que se pudiese durante esos días.
Estuve el sábado en el Broadway Café con mis amigos. John, Laura y su novio Antonio quisieron ir a un concierto de O’funkillo que se celebraba en el pueblo vecino. John además, era amigo del bajista de un modesto grupo de l’Hospitalet, la Funkoteca, que hoy hacían de teloneros del mejor grupo funk-rock del planeta aceituna. Yo me apunté sin pensar a tan suculento plan. Nos levantamos y pasamos al interior del Broadway Café para pagar lo que les debíamos a los orientales dueños que lo llevaban. Allí vi a Elisa y a Mónica en una mesa contigua a la ventana. Elisa miraba hacia mí, con una sonrisa de bebé feliz que a veces regala. La cabellera ondulada de Mónica estaba de espaldas a mi. Fui a saludarlas y a ofrecerles de venir con nosotros al concierto.
-Hola.
-Hola – Dijo Elisa, que no paró de sonreír.
-Nosotros vamos al concierto de O’Funkillo en Cerdanyola.- Ya sabía que no vendrían, pero lo tenía que intentar. Además, sentía la necesidad de comunicarme con Ellas, que se materializase también en el mundo fenoménico lo que en lo más profundo de mi corazón ya existía: una unión emocional.
-Vale- Dijo Elisa.
-Lo digo sólo por si queréis…- No terminé la frase, pues Mónica estaba mirando entre la mesa y la grande ventana que daba a la transitada calle. No quiso regalarme una de esas miradas con las que puedes llegar a perder la conciencia del yo.
-Bueno… que vaya bien.- Pude decir al fin.
-Adioos- dijo cariñosamente Elisa.
Es muy tímida, pensé. Y me dispuse a ir con mis amigos a pasarlo bien en el concierto. Fue un concierto divertido. Bailamos, tomamos unas copas y pudimos escuchar buen funky aunque el grupo andaluz-galáctico no estaba con toda la banda al completo como la había visto un año antes en la sala Razzmatazz de Barcelona.
Me lo habría pasado fenomenal, si no fuera porque una cosa rondaba por mi inocente cabeza. Un hecho en el que todavía no había prestado la suficiente atención, y volvía a mí de forma algo desagradable cuando yo intentaba disfrutar de mi bebida y del entorno festivo en el que me encontraba. Y es que aquella tarde la vi a Ella. Y no pareció un encuentro casual. Después de volver con mi coche desde la España profunda, llegaba feliz a mi pueblo de acogida. Exultante por el ánimo de haber hecho bien el trabajo, y de llevar seis horas escuchando la mejor música en mp3, en el flagrante audio de mi carro, bajaba por la avenida que llevaba a mi casa. En mi mente apareció Ella. Y acto seguido la fui buscando por las aceras contiguas al asfalto por el que me deslizaba placenteramente. Deseé que ella estuviese allí. Y de pronto, sus ojos se clavaron en mi eufórico ser. Ella estaba, allí. Subía por la acera de la misma calle, en dirección hacia mí. Nos miramos unos largos segundos, mientras ella seguía caminando, y mi coche deslizando al ralentí. Ella se paró ante el semáforo que le permitiría cruzar la calle, que en irreconciliable contraste se encontraba en verde para los vehículos. Instintivamente estiré el pié derecho, lo que provocó una brusca sacudida a mi vehículo deslizante, cuando, recordando a grandes rasgos la normativa de circulación, realicé que no podía pararme en medio de la calle ante un semáforo que claramente, estaba todavía en verde. Así que levanté el pie del freno, y mi vehículo extrañado siguió su suave recorrido inercial calle abajo. En cuando aquél hubo pasado la intersección de calles que daba funcionalidad al semáforo, sí que apreté conscientemente de golpe el pié derecho contra la palanca del servofreno. Ella cruzaba grácilmente la calle en la altura que yo acababa de sobrepasar con triste impotencia y melancolía.
En la noche siguiente, Mónica salió al fin de su introspección. En el bar La Bohemia que tanto había presenciado ya, se puso a bailar delante de mí con su inseparable consorte Andrea. Pero yo no podía hacer daño a Mónica. Con alguna otra chica que no me importase, esa situación podría haber servido para desahogar mis tensiones y ponerle de paso celos a mi etérea amada. Pero no con Mónica. Me lo dejó bien claro la otra vez: – O ella o yo-. No podía enrollarme con ella cuando en mi mente estaba Lorien, así que me giré hacia la barra ignorándola descaradamente y me pedí un Bourbon doble sin hielo, que anestesió por unos momentos la frustración de aquél deseo insatisfecho.
Al día siguiente calmé mi dolor haciendo música. Toqué el bajo, digitación, técnica de slap con metrónomo para mantener un ritmo constante, y por la tarde vino a mi casa Miles, uno de mis amigos profesional del jazz. En mi sótano compartimos las emociones que de otra forma se resistían a salir de nuestros desencantados cuerpos. Él con su guitarra hacía una melodía en la que yo intentaba marcar la tónica y quinta de la escala dórica en que nos encontrábamos, mientras hacía alguna que otra variación dictada por el momento.
Fuimos luego los dos a La Bohemia a tomar unas copas. En la confusión de la noche lo perdí de vista, pero a quién sí que vi fue a Pep y a Adriana, mis dos amigos, que estaban tomando cervezas en la zona de abajo del karaoke. El local estaba ligeramente vacío, con un par más de grupitos solamente, que se iban alternando canciones para desahogar pasiones y carreras artísticas frustradas con bastante dosis de razón. Voy a vaciar mi hinchada bufeta en el lavabo de un solo orín con una puerta a media altura sin pestillo que hay debajo de las escaleras. Estaba disfrutando del placer relajante que suele producir dicha acción, cuando alguien pega un golpe brusco en la puerta, que se abre de golpe. No quiero interrumpir mi estado placentero, así que le dirijo una mirada asesina mientras sigo con la liviana tarea de evacuación de fluidos.
-Vale, vale- se escuda él risueñamente, pareciendo entender que más le valia tener la paciencia de esperar un ratito a que yo terminase mi trabajo.
Termino, y me dirijo hacia la mesa donde se encuentran Pep y Adriana, preguntándome porqué existe gente tan imbécil en este planeta. Ese tío ya lo había visto con anterioridad, y me habia parecido de todo, menos algo limpio. Decido olvidarlo e ir a pasármelo bien con mis amigos.
Adriana y yo nos llevamos muy bien. Si no estuviera Pep allí, hubiésemos ido a la cama, pero este hecho en sí mismo és un deseo personal y una incongruencia al mismo tiempo, porque Adriana estaba allí, por Pep. Y yo sé que Pep la quiere, y no quiero hacer daño a ninguno de los dos. Pero no por eso la química dejaba de ser menos clara, y tonteábamos entre risas, pellizcos y pícaras miradas de tamaña belleza pelirroja. Para desazón de Pep, el otro grupo que yacía en la estancia sube al escenario a cantar, en medio de desaforadas exhortaciones patrióticas, lo que parecía un himno profascista español. Pep es independentista catalán, y como todos los catalanes, sufrimos casi 40 años de prohibición y persecución de nuestra lengua por parte del Fascista Franco. Veo que uno de los que canta es mi amigo del retrete. No sé que le molestó más, si mis juegos inocentes con su chica o aquella aberración a nuestros oídos y sentimientos, pero cuando aquellos dos bajaron del escenario, Pep se fue para ellos. Quizás quiso demostrar también su incuestionable virilidad ante Adriana, por si acaso ella albergase cualquier duda. Viendo yo de inmediato el peligro, sin pensármelo voy para allá para encontrarme con Pep que le hablaba al otro:
-Qué bonita canción, me ha llegado al alma.
-¿Sí? ¿Te gusta? -Inquirió contento su interlocutor, que todavía no había pillado la ironía.
-Sí, es que cuando oigo cosas de éstas como la unidad de la patria, y el orgullo de ser español se me pone la piel de gallina.- Aquí el otro detectó la ironía, mientras mi amigo del retrete parecía haberse enamorado del inodoro, pues se fue otra vez a vaciar líquidos.
-Sí, a mí también me sale el tiro por la boca cuando oigo a la gente hablar de Lluis Companys.
Aquí el que no pudo controlar su rabia y tensiones acumuladas desde hacía tiempo fui yo, que cambié de estrategia en ese momento, pasando inevitablemente de apaciguador y conciliador a agresor. Me acerqué un poco más a ese tío, para asegurarme que oía bien todo lo que le tenía que decir.
-Lluis Companys, un hombre que murió por defender a su Patria.- Mi entrada en escena lo desconcertó.
-¿Qué Patria?- Así que tuve que explicarle lo más claro y llanamente posible, cual era ese país, región, patria o como quiera llamársele por el que Lluis Companys murió fusilado por el ejército fascista que terminó entrando en Barcelona al final de la Guerra Civil. Me acerqué a un dedo de su oreja, y con todas mis fuerzas grité:
-¡Cataluña!- Él, pareció sufrir dicha agresión, pues inclinó la cabeza hacia el lado contrario desde el que le llegaba dicha palabra. Una cabeza que ahora parecía volver a la ironía, moviendo su cuerpo ligeramente en dirección opuesta de donde me encontraba yo.
-¿No te he oído, eh?- Como que no me había oído, sentí la necesidad de repetirle otra vez cual era la región, espacio territorial o conjunto de gentes, animales y relaciones por las que él me había preguntado, pues parecía no conocer la historia moderna. Así que me acerco otra vez al esquivo personaje, me vuelvo a poner a un dedo de su oreja, y gritando más aún, esperando con ansia que ésa tuviese que ser la última vez, y de que por fin, aquella palabra le hubiese entrado en su olvidadizo cerebro, grité:
–CATALUNYA!
Ante lo cual se va corriendo a buscar a su amigo del retrete, cuando el chicano-heviata que pone las canciones del karaoke a lo mejor tenía alguna cita, pues le entraron prisas por cerrar el local, pidiéndonos con extrema amabilidad, que nos fuésemos a la calle. Ante tal muestra de cortesía le hacemos caso, no sin que Pep diera su opinión a nuestro greñudo camarero.
-¿Pero cómo es que ponéis estas canciones?
-No sé, no sé, id pasando, por favor.- Contestó con un poco de prisa.
Nos fuimos a la calle, pero los fachas seguían meando en el fantástico y acogedor retrete del local. Al no disfrutar yo especialmente de la violencia gratuita, habiendo ya demostrado a esos fascistas que allí se tienen que olvidar de ir de ese palo, y dado que parecía que seguían a gusto haciendo no sé qué en el lavabo, nos fuimos a casa.
La Bohemia
La Bohemia es un sitio curioso. Es el único bar de copas que sigue integrado en el centro del pueblo. Un matrimonio lo regenta desde hace más de veinte años, desde antes que se impusieran las duras normativas para conciliar los ámbitos festivos con los residenciales. Ahora ya no dejan abrir más locales de este tipo en el centro de mi ciudad, con el pretexto de preservar el descanso de sus aldeanos. Desde las administraciones se quiere llevar el ocio nocturno hacia las afueras, aunque los usuarios tengamos que coger el coche para llegar allí, con los peligros evidentes que ello conlleva. Este local tiene todos los permisos en regla, el matrimonio se gastó una burrada para insonorizar la estancia, doble puerta, pero incluso así, llega cada día a las tres en punto de la madrugada un coche patrulla de la policía para poner fin a la diversión y el juego de las almas nocturnas que buscan unos momentos de evasión a los problemas diarios o rutinas. Entonces nos quedamos todos en la calle con ganas de seguir la fiesta, y Eduardo, el propietario, no tiene más remedio que pasarse un buen rato pidiendo por favor, que busquemos otro sitio para tal efecto. Eduardo tiene ya seteinta años, pero esto no le impide seguir con el negocio de la noche. Borrachos entran y salen del local, mientras él, impasible, se distrae haciendo crucigramas desde detrás de la barra.
-A ver, bajar el tono de voz, que sino los vecinos se quejan.- Dice, cuando no encuentra la palabra en la casilla 3-H, y sale a tomar el aire en la calle.
-¿Pero es que siempre sois los mismos, eh? Sino os calláis vendrá la policía y me cerrarán el local. Y luego os quejáis de que no hay sitios para salir de fiesta.- Dice, cuando lleva quince minutos intentando dar, sin éxito, con las tres últimas palabras de su crucigrama.
En los más de veinte años que lleva abierto el local, nunca han cambiado la decoración. Bueno, no de golpe, como se entiende normalmente por cambiar la decoración. Porque cual organismo vivo, va cambiando lentamente conforme se suceden los años. Las paredes, es como si poseyeran vida propia, y aún después de llevar cierto tiempo frecuentando el local, cada día descubres un nuevo detalle que te sorprende. Un muñeco de Tintín en un rincón de la barra, una calavera con una vela que ilumina sus tenebrosas cavidades oculares, y siempre te preguntas si aquello había estado allí el fin de semana pasado. ¿Iba demasiado borracho para que me diera cuenta? O simplemente, ¿Estaba pendiente de otras ocupaciones? O ¿Lo han colocado hoy? Mirar hacia el techo es un acto revelador que te puede hacer dudar por unos momentos de cual era el local donde acababas de entrar. Mercedes, la mujer de Eduardo, siempre está risueña y alegre. Nunca me he atrevido a preguntarle su edad, pero una cosa sé, y es que levanta pasiones en muchos hombres.
Cuando se podía fumar en el local, éste siempre estaba lleno, y las expiraciones de los fumadores se convertían en una neblina baja que magnificaba el misterio de la decoración de sus paredes, mientras aquella acariciaba la base de las columnas disfrazadas de árbol de la sala de arriba. La ley antitabaco prohíbe fumar ahora en los locales de ocio, pero como ya se sabe por la funesta experiencia de la Ley Seca americana de los años veinte, la prohibición no evita el consumo de drogas. Así que, como que los asiduos a La Bohemia fumamos la mayoría, sino nuestros amigos, el bar se ve a menudo vacío y la fiesta se produce en la calle, por insoportable desesperación de Eduardo, que recientemente tuvo que dejar él sí, los crucigramas, para convertirse en las noches del fin de semana en un loro que no para de repetir frases como:
-Oye, si queréis tomar algo id para dentro. – o, – Venga va, terminaros el cigarrillo y volved a entrar. – o, – Aquí fuera no se puede estar. O entráis o os vais.
Frases, ante las que los clientes, debido a la incisiva insistencia de éstas, vuelven a entrar en el local resignados, oyéndose regularmente desde el interior de la puerta,
-¡Joder¡ ¡hay que ver que plasta que es el tío éste!
El matrimonio de origen indígena americano que lleva la barra y el karaoke de la parte baja del local, presencia con medias sonrisas las imprecaciones de los resignados que vuelven a cruzar sus puertas. Un greñudo de estilo hevy tipo Sepultura pone las canciones que los cantantes aficionados quieren compartir con sus amigos. La sala de la derecha está destinada a tal fin, con unos sofás que rodean las paredes en donde se puede charlar tranquilo mientras esperas tu canción, normalmente para subir luego en el escenario, quitarte los complejos, el miedo, y la vergüenza. La media de edad de esta zona del local es ligeramente superior, y muchos grupos de casados de mediana edad vienen a reír allí, después de la cena. El piso de arriba presenta un aspecto más juvenil, y apenas hay sillas o sofás, para dejar espacio a los que se desinhiben con el baile. Mi amigo Manel normalmente está en alguna de las dos barras de este piso, siempre bien acompañado de mujeres guapas que te sirven la copa, y como no, de la matrona Mercedes.
Mercedes es amiga de todo el mundo, invita regularmente a los clientes habituales, y es la mecenas de la música en nuestro pueblo. Es ella que hace el esfuerzo de organizar conciertos en su local, enfrentándose a quejas de vecinos, a normativas estrictas y a policías que vienen a mediar de vez en cuando, para que se puedan hacer conciertos en el pueblo. Conciertos para grupos que empiezan, actuaciones de monologuistas, sesiones de jazz… Un repertorio para todos los públicos que completa las noches de diversión en el pueblo. Y por contra, Eduardo echa a los músicos cuando no consiguen llenar el local. Es un matrimonio que se compenetra a la perfección. Son el poli bueno y el poli malo. Los complementarios que permiten que aquel antro simplemente, siga vivo a lo largo del inevitable transcurso del tiempo.