La Bohemia

La Bohemia es un sitio curioso. Es el único bar de copas que sigue integrado en el centro del pueblo. Un matrimonio lo regenta desde hace más de veinte años, desde antes que se impusieran las duras normativas para conciliar los ámbitos festivos con los residenciales. Ahora ya no dejan abrir más locales de este tipo en el centro de mi ciudad, con el pretexto de preservar el descanso de sus aldeanos. Desde las administraciones se quiere llevar el ocio nocturno hacia las afueras, aunque los usuarios tengamos que coger el coche para llegar allí, con los peligros evidentes que ello conlleva. Este local tiene todos los permisos en regla, el matrimonio se gastó una burrada para insonorizar la estancia, doble puerta, pero incluso así, llega cada día a las tres en punto de la madrugada un coche patrulla de la policía para poner fin a la diversión y el juego de las almas nocturnas que buscan unos momentos de evasión a los problemas diarios o rutinas. Entonces nos quedamos todos en la calle con ganas de seguir la fiesta, y Eduardo, el propietario, no tiene más remedio que pasarse un buen rato pidiendo por favor, que busquemos otro sitio para tal efecto. Eduardo tiene ya seteinta años, pero esto no le impide seguir con el negocio de la noche. Borrachos entran y salen del local, mientras él, impasible, se distrae haciendo crucigramas desde detrás de la barra.

-A ver, bajar el tono de voz, que sino los vecinos se quejan.- Dice, cuando no encuentra la palabra en la casilla 3-H, y sale a tomar el aire en la calle.

-¿Pero es que siempre sois los mismos, eh? Sino os calláis vendrá la policía y me cerrarán el local. Y luego os quejáis de que no hay sitios para salir de fiesta.- Dice, cuando lleva quince minutos intentando dar, sin éxito, con las tres últimas palabras de su crucigrama.

En los más de veinte años que lleva abierto el local, nunca han cambiado la decoración. Bueno, no de golpe, como se entiende normalmente por cambiar la decoración. Porque cual organismo vivo, va cambiando lentamente conforme se suceden los años. Las paredes, es como si poseyeran vida propia, y aún después de llevar cierto tiempo frecuentando el local, cada día descubres un nuevo detalle que te sorprende. Un muñeco de Tintín en un rincón de la barra, una calavera con una vela que ilumina sus tenebrosas cavidades oculares, y siempre te preguntas si aquello había estado allí el fin de semana pasado. ¿Iba demasiado borracho para que me diera cuenta? O simplemente, ¿Estaba pendiente de otras ocupaciones? O ¿Lo han colocado hoy? Mirar hacia el techo es un acto revelador que te puede hacer dudar por unos momentos de cual era el local donde acababas de entrar. Mercedes, la mujer de Eduardo, siempre está risueña y alegre. Nunca me he atrevido a preguntarle su edad, pero una cosa sé, y es que levanta pasiones en muchos hombres.

Cuando se podía fumar en el local, éste siempre estaba lleno, y las expiraciones de los fumadores se convertían en una neblina baja que magnificaba el misterio de la decoración de sus paredes, mientras aquella acariciaba la base de las columnas disfrazadas de árbol de la sala de arriba. La ley antitabaco prohíbe fumar ahora en los locales de ocio, pero como ya se sabe por la funesta experiencia de la Ley Seca americana de los años veinte, la prohibición no evita el consumo de drogas. Así que, como que los asiduos a La Bohemia fumamos la mayoría, sino nuestros amigos, el bar se ve a menudo vacío y la fiesta se produce en la calle, por insoportable desesperación de Eduardo, que recientemente tuvo que dejar él sí, los crucigramas, para convertirse en las noches del fin de semana en un loro que no para de repetir frases como:

-Oye, si queréis tomar algo id para dentro. – o, – Venga va, terminaros el cigarrillo y volved a entrar. – o, – Aquí fuera no se puede estar. O entráis o os vais.

Frases, ante las que los clientes, debido a la incisiva insistencia de éstas, vuelven a entrar en el local resignados, oyéndose regularmente desde el interior de la puerta,

-¡Joder¡ ¡hay que ver que plasta que es el tío éste!

El matrimonio de origen indígena americano que lleva la barra y el karaoke de la parte baja del local, presencia con medias sonrisas las imprecaciones de los resignados que vuelven a cruzar sus puertas. Un greñudo de estilo hevy tipo Sepultura pone las canciones que los cantantes aficionados quieren compartir con sus amigos. La sala de la derecha está destinada a tal fin, con unos sofás que rodean las paredes en donde se puede charlar tranquilo mientras esperas tu canción, normalmente para subir luego en el escenario, quitarte los complejos, el miedo, y la vergüenza. La media de edad de esta zona del local es ligeramente superior, y muchos grupos de casados de mediana edad vienen a reír allí, después de la cena. El piso de arriba presenta un aspecto más juvenil, y apenas hay sillas o sofás, para dejar espacio a los que se desinhiben con el baile. Mi amigo Manel normalmente está en alguna de las dos barras de este piso, siempre bien acompañado de mujeres guapas que te sirven la copa, y como no, de la matrona Mercedes.

Mercedes es amiga de todo el mundo, invita regularmente a los clientes habituales, y es la mecenas de la música en nuestro pueblo. Es ella que hace el esfuerzo de organizar conciertos en su local, enfrentándose a quejas de vecinos, a normativas estrictas y a policías que vienen a mediar de vez en cuando, para que se puedan hacer conciertos en el pueblo. Conciertos para grupos que empiezan, actuaciones de monologuistas, sesiones de jazz… Un repertorio para todos los públicos que completa las noches de diversión en el pueblo. Y por contra, Eduardo echa a los músicos cuando no consiguen llenar el local. Es un matrimonio que se compenetra a la perfección. Son el poli bueno y el poli malo. Los complementarios que permiten que aquel antro simplemente, siga vivo a lo largo del inevitable transcurso del tiempo.

Publicado el 27/10/2012 en Relatos y etiquetado en . Guarda el enlace permanente. Deja un comentario.

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