Archivos Mensuales: mayo 2013

Educación

Era viernes al mediodía, y la semana de trabajo en la Central Termosolar de Castilla la Mancha llegaba a su fin. Me despedí con cariño de mis amigos vascos, y cogí el coche para hacer el viaje de vuelta. Decidí parar a comer a medio camino entre Valencia y Castilla, una vez llevaba dos horas conduciendo. Era un hotel restaurante al lado de la autovía A-3. El martes de la semana siguiente era fiesta nacional, por lo que muchos trabajadores elegían librar el lunes, y de esta manera tenían un fin de semana largo de cuatro días para disfrutar con sus familias. Éste era el caso supongo, de la familia que se sentó cuando yo saboreaba mi gazpacho del menú. Padre, madre, tía, y dos niños pequeños.
-¡Quiero comer! ¡Tengo hambre!- Atronó uno de ellos para que toda la sala le oyera. Su madre, al ver que había captado la atención de todos los presentes intentó calmarlo.
-Xssst. Espérate… no ves que tienen que preguntarnos qué queremos, prepararlo…- Dijo, intentando llegar a la comprensión del niño. Pero los procedimientos habituales en los restaurantes parecían no importarle al chaval, que ahora había descubierto lo divertido que era golpear el plato de cerámica blanca con la cuchara.
¡Clinc, clinc!
-¡Tengo hambre!Ante la falta de interés del niño respecto a las anteriores explicaciones de su madre, el padre se tomó ahora su oportunidad. Pero el tono de su voz decía muchas cosas menos decisión y autoridad.
– Estate tranquilo, Juan. Que enseguida traerán la comida. – El niño dejó la cuchara sobre el mantel, y pasó a jugar con el spiderman que tenía su amigo, golpeándolo también contra el plato de cerámica.
¡Clinc, clinc!
El tono de voz de su padre me dejó intuir el porqué aquel niño no sabía qué era comportarse en público, haciendo caso omiso a las amables peticiones paternales. Aquel era un tono de voz monótono, fino, bajo.
-¡Quiero unas bravas!- contrarrestó el niño.
-Y unas bravas también.- Dijo el Padre al camarero, que acababa de anotar el pedido de la mesa.
 
Estaba claro quién mandaba en aquella familia. Una de dos: o el padre tenía un puesto de trabajo simple y monótono como funcionario público, y su rutinaria apatía le había ido quitando el ímpetu y las fuerzas para imponer una educación mínimamente decente a su hijo, o era un hombre de negocios que viajaba mucho, y como que no veía nunca al chaval, la única manera que vislumbró de ganarse su afecto era a base de regalos caros, videoconsolas, y consintiendo cualquier capricho, aunque fuese infinitamente banal. Esto podía funcionar dentro de las paredes de su casa, pero en aquel restaurante, él sabía que estaba haciendo el ridículo ante todos los presentes, que ya lo veían como un pésimo padre. Su mirada de vergüenza hacia mí me lo corroboró.
-¡Tardan mucho! –reclamaba el niño.
-Unas bravas para picar.- Informó el camarero, dejando un plato voluminoso de patatas fritas cubierto de mayonesa. Eso entretuvo un rato al niño, que engullía una brava detrás de otra, mientras seguía jugando con el spiderman y el plato.

Viendo que aquel torbellino no se calmaba con las bravas, en un intento de convencer al público presente que no era tan mal padre, aquél intentó captar la atención de su hijo proponiéndole ejercicios lingüísticos.
-¿Cómo se llama mesa en Valenciano?- El niño pareció olvidar el spiderman por unos momentos, y se puso a pensar.
Taula.- le dijo el padre, viendo que el niño no daba con la palabra.
Taula– repitió el niño, pareciendo interesarse por el juego.
-¿Y cómo se llama cuchillo?
-Mm.. gaabiinet.- dijo el niño.
-Casi, ganivet.- corrigió el adulto, satisfecho de su reciente éxito.

Quizás me había precipitado en mis juicios, y aquel hombre no fuese tan mal padre, después de todo. Me viene a la cabeza por eso, cómo es que yo, siendo catalán y no valenciano, me sabía todas las respuestas. Quité mi atención de mis ruidosos vecinos de comida, y volví mi cabeza hacia el televisor, donde ponían un partido de Rafa Nadal. Rafa cae bien a todo el mundo. El mejor tenista actual, es humilde en sus declaraciones, parece que no se le ha subido la fama a la cabeza. Es un ídolo nacional. Es curioso ver el contraste entre su brazo izquierdo hiperdesarrollado de dar golpes con la raqueta y su derecho enclenque. Supongo que es el resultado de toda una vida dedicada a dar golpes con una raqueta a una pelota amarilla. Pero el tenis me aburre, y vuelvo mi atención a la mesa de la anarquía. Ya no quedaban bravas, cuando el camarero trae los primeros platos. La sopa del niño permanece en el nivel inicial ante el inexorable paso de los minutos. Está claro que ya no tiene hambre. El padre prefirió contentar al niño a enfrentarse con él para hacerle ver que esa actitud es lo que todos ya sabíamos, errónea.

Pero yo ya he terminado mi fricandó de ternera con setas que estaba riquísimo, y después del café me dirijo hacia la barra para pagar. Retomo mi coche, pues tengo todavía cuatro horas de conducción tranquila hacia mi casa. No quiero ni saber en qué problemas se encontrará aquel niño cuando sea mayor. O qué problemas creará a otras personas. El funky-jazz de mi mp3 me ayuda a olvidarlo con celeridad, mientras disfruto del paisaje rural de las bellas colinas de Cuenca que atraviesa la autovía A-3 en dirección a Valencia.

Una pequeña empresa familiar

Yo tenía claro que quería crear una empresa, pero no tenía dinero. Había terminado la carrera de Ingeniero Técnico mientras trabajaba a tiempo parcial de lo que encontraba que me permitiese cierta flexibilidad horaria, y así poder tener tiempo de estudiar cuando lo requería la ocasión. Después de obtener algo de experiencia en alguna empresa de instalaciones industriales, yo todo ingenuo fui al banco a explicarles mi proyecto. Pero me dijeron de forma muy amable que no les interesaba. Por aquel entonces, España se encontraba de lleno en el boom inmobiliario y preferían dar hipotecas. Los banqueros preferían invertir su dinero en casas que en jóvenes emprendedores con nuevas ideas y creatividad.

Ante la negativa del sector financiero a mi proyecto personal, decidí enfocar mis esfuerzos en algo que se me daba bien. Formarme, para tener unos conocimientos, un valor añadido a mi trabajo que me hiciesen destacar y ganar algo de estabilidad y autonomía personal, aunque tuviese que seguir trabajando a cuenta de otros. Nunca se sabía. Con el tiempo quizás también vería la oportunidad de establecerme por mi cuenta. Me hice Programador Industrial, completando los conocimientos teóricos de la carrera con unos cursos a distancia en aplicaciones prácticas, junto con unos pinitos en  empresas privadas del sector.

Y entonces llegó el momento que tanto esperaba, y conseguí por fin un trabajo bien remunerado como Ingeniero-Programador en una pequeña empresa familiar de Terrassa, la cuna del sector textil español. Aquel puesto ya me daba la suficiente estabilidad como para ir a vivir solo en un piso. Dejé la habitación que compartía con mis amigos, y me fui a vivir en el pueblo de al lado, Rubi. Eligí Rubi, pues allí los precios eran mas baratos, y además estaba más cerca del trabajo que ahora tenía en Terrassa.

La empresa la había creado un señor proveniente de Aragón en los años ochenta, en plena efervescencia del sector textil. La empresa hacía la parte eléctrica y de programación de las máquinas. Aquella empresa ya había pasado, antes de que entrase yo, por la crisis de los noventa y por la deslocalización del textil catalán por causa de la llamada globalización y la insuperable competencia China, que inundaba los puertos de Europa con oleadas de ropa a precios irrisorios. Esto arruinó al sector textil europeo, que se tuvo que adaptar a los nuevos tiempos únicamente creando diseño y vendiendo una marca, produciendo más barato en los países en vía de desarrollo a base del semiesclavaje de sus trabajadores, consentido por gobiernos Comunistas. Unos Gobiernos que usaban políticas monetarias laxas destinadas a hundir el sector productivo en los países desarrollados anclando a un valor por debajo del real al yuan Chino respecto del dólar estadounidense. Éstas dos  políticas causaron el seísmo que provocaría el tsunami que anegó a los antiguos productores del viejo continente, e incluso del nuevo. Las políticas de los chinos favorecían sus exportaciones, y al mismo tiempo desestabilizan las balanzas comerciales del primer mundo.

Pues como iba diciendo, la pequeña empresa familiar en la que caí había podido superar la caída del sector textil en Terrassa, y ahora yo me dedicaba a diseñar los cerebros de extrusionadoras de plástico y túneles de criogenización de alimentos entre otros. Recuerdo que la hija del jefe, Helena, me atraía bastante. Era de la misma edad que yo, y su padre le había ido dando paulatinamente más responsabilidad en la empresa. Recuerdo tardes en las que yo estaba probando los cuadros eléctricos con el jefe, y ella se quedaba mirando como una niña tímida en la escalera. Me gustaba. Y mis fantasías enseguida empezaron a volar. Yo sabía que yo le caía bien a su padre. Aquella era una oportunidad para dar un salto, el Golpe o braguetazo, como se dice coloquialmente. Pasar por encima de mi superior, el jefe de Oficina Técnica, y también del prepotente jefe de Taller, que usaba su avanzada edad para imponer al primero sus criterios, aunque aquellos no se correspondiesen con razones lógicas ni de eficiencia. Mi mente volaba con esas ideas cada día, mientras al coincidir con ella a solas, me aproximaba cariñosamente entre sonrisas medio contenidas.

Pero por desgracia para ambos, en el escenario económico-político internacional las cosas habían evolucionado ya bastante desde las deslocalizaciones, y los gobiernos del primer mundo habían encontrado la panacea imprimiendo dinero y manteniendo la economía a base de crédito.

La crisis de la deuda empezó en el año 2007 con las hipotecas subprime golpeando con fuerza al sector inmobiliario del primer mundo. Yo pensé que no me afectaría, pues estaba en un sector industrial que nada tenía que ver con la construcción de viviendas. Pero no por última vez, me equivocaba. Más de una década de crédito fácil y barato habían acomodado y adormecido a todos los sectores económicos del país. Antes de intentar ajustar las cuentas de las empresas con mejoras estructurales y organizativas, cambios estratégicos o apostar por nuevas ideas, ¿Quién no se sentía tentado de ir al banco y simplemente, pedir otro crédito? Mi empresa ya era adicta a esta droga. Aún poseyendo trabajo y clientes, cuando se agotó la botella de suero que inyectaba crédito por la vena a las empresas, la dependencia ya era fuerte. Y se acabó de golpe sin apenas dar tiempo de reacción a los pobres pequeños empresarios, que ya no veían ni siquiera desde que lado les llegaban las impietosas bofetadas.

Al cabo de un año de haber entrado yo, la empresa de pronto se vio incapaz de pagar nuestras nóminas, y estuvimos tres meses de visitas a bufetes de abogados sin ver ni un duro. Antes del cataclismo pero, la dirección de la pequeña empresa hizo un cambio de rumbo con la intención de amarrar el buque. El jefe, que se veía desbordado por la situación, se retiró definitivamente del puesto, y cedió su lugar a su hermano, que llevaba una fábrica de cartones. Pero aquel era un sector que evidentemente, no tenía absolutamente nada que ver con el nuestro. La ignorancia de ese hombre terminó de hundir la empresa. Helena, que se suponía que tenía que ocupar el cargo de directora, quedó totalmente anulada por el carácter duro de su tío. En el momento de formalizar el cambio en la dirección, nos hicieron una charla, donde entre otras cosas nos dijeron:

-Estamos en problemas, y vamos a hacer algunos cambios en la empresa. Hablaremos con cada uno de los trabajadores, y le pediremos su opinión sobre el trabajo, cosas que piensa que se pueden mejorar en cuanto a la organización, y entre todos saldremos de esta.

Nunca hablaron con ninguno de los trabajadores. Es más, Helena, que antes era afable, cariñosa, comprensiva y dialogante, se transformó en un hombre rígido, castigador y autoritario. Dejó, por tristeza nuestra de los trabajadores, de hacer funcionar su hemisferio derecho cerebral, el femenino. Supongo que el miedo pudo con ella, y simplemente se dedicó a hacer de mediador entre su autoritario tío y nosotros, siendo el brazo ejecutor de una política que era simplemente, inadecuada en nuestro sector empresarial.

La empresa cerró, y yo no supe nada más de Helena. Al cabo de unos meses fue cuando empecé a trabajar en una gran Corporación Internacional, que misteriosamente y ante mi asombro, no sólo no tenía ningún problema con el crédito, sino que a golpe de maletines llenos de dólares iba adquiriendo empresas menores de su sector, creando así un monopolio de facto.

Pero esta es ya otra historia…

Judo

Yo seguía haciendo Judo, aunque en mi pueblo no se valorasen ya las artes marciales. Era un pueblo de sociedad media-alta en la periferia de Barcelona, una zona residencial de gente acomodada que tenía las necesidades básicas bien cubiertas. Eduard, tenía tan solo 13 años, y era del pueblo de al lado. Cuando entrábamos en el tatami, mientras los otros adolescentes hablaban, él pegaba patadas en el saco de boxeo. Cuando tocaba hacer combates, todos se escudaban:

-No, es que tengo asma, y no puedo seguir.
-No, es que hoy me duele la muñeca.

Pero Eduard siempre estaba dispuesto para entrenar. Yo le doblaba en peso, y en técnica. Pero él luchaba, y aprovechaba su ligereza para moverse con rapidez, rompiendo mis iniciativas. Siguiendo las máximas del creador del Judo, yo sabía que no debía aprovechar mi superior fuerza para derribar a Eduard. Aquella era para mí una oportunidad de oro para entrenar la velocidad. Recuerdo que un día había leído que los niños, al nacer, tienen la glándula pineal, el sexto sentido, muy desarrollada y que al crecer, ésta va reduciéndose en tamaño. No se que pasaba, pero Eduard era tan rápido que parecía leer mis intenciones. Cuando me decidía a realizar una técnica, con tan solo pensarlo, él ya se ponía a la defensiva, y dificultaba enormemente su realización. Entonces aprendí a engañar con la mente. A no tener ningún pensamiento activo. A mantener la mente en blanco hasta que yo viera una situación propicia para entrar, al mismo tiempo que la pensaba. Aquella era la única manera de derrotar a Eduard sin el uso de mi superior fuerza. Aquel chaval de 13 años me enseñó muchas cosas. Pero como dije, era del pueblo de al lado, y resultó ser que sus padres se quedaron en el paro, y ya no podían pagar la cuota del gimnasio. Ahora tenía que seguir entrenando en mi pueblo con chavales que se quejaban porqué su mamá les decía que tenían asma y no podían hacer esfuerzos, o con otros que tenían miedo de caer en el tatami, o con otros a los que les faltaba aquel punto de rabia que hacía de Eduard a un posible judoca.

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